LA MAR Y LA
SOMBRA
En
aquellos aciagos y muy cortos de dinero tiempos de Teniente, conseguí en la librería
una pieza que me dije era susceptible de ser tomada por una inversión.
Encuadernada en cuero, de tapa dura y con letras en oro que rezaba: “Los
miserables, Víctor Hugo”.
Debo
confesar que ya había manoseado antes de entrar a la Marina, el profundo y
descriptivo pensamiento de Víctor Hugo, en un libro que yacía como un testigo
fiel en la biblioteca de Papá, pero ahora estaba más maduro, más cuajado intelectualmente,
ahora podía comprar mi propio ejemplar para ejemplo de mis hijos.
Lo
leí con fruición, me lo bebí y lo volvía a releer en los sitios más complejos, dándole
otra interpretación a la mocedad, pero hace apenas cuarenta y ocho horas, mi
mentor, admirado amigo y excepcional
escritor, el Almirante Julio Chacón, con quien siempre he mantenido el contacto
desde que servimos juntos a bordo, durante cuatro años y de quien me aprovecho,
porque siempre me deja un aprendizaje de la naturaleza humana, me recordó ese
pasaje que había borrado impunemente de mi memoria, me refiero al Capítulo VI
de “Los Miserables” y me he quedado por decir lo menos, pasmado:
¡Hombre
al agua!
¡Qué más da! El barco no se detiene. El viento sopla, ese barco sombrío
tiene un derrotero al que no le queda más remedio que atenerse.
Pasa de largo.
El hombre desaparece, vuelve luego a aparecer, se sumerge y regresa a la
superficie, llama, tiende los brazos, no lo oyen; el barco, vibrando en el
huracán, no atiende sino a su maniobra; los marineros y los pasajeros no ven ya
siquiera al hombre hundido en el agua; la pobre cabeza no es ya sino un punto
entre la enormidad de las olas.
Y continua Víctor
Hugo, maltratándome el recuerdo:
Lanza en las profundidades gritos desesperados. ¡Esa
vela que se aleja es un espectro terrible! La mira, la mira con frenesí. Se
aleja, palidece, mengua. Hace un momento él estaba allí, formaba parte de la
tripulación, iba y venía por el puente con los demás, le correspondía su ración
de aire para respirar y de sol, era un ser vivo. Ahora, ¿qué ha sucedido?
Resbaló, cayó, y ya está.
Se halla en el agua monstruosa. Sólo tiene ya bajo los
pies algo que huye y se desploma. Las olas, que el viento rasga y hace jirones,
lo rodean horrorosamente; los cabeceos del abismo lo arrastran; todos los
harapos del agua se mueven en torno a su cabeza; un populacho de olas le
escupe; confusas cavidades se lo tragan a medias; cada vez que se hunde,
vislumbra precipicios repletos de noche; espantosas vegetaciones desconocidas
lo aferran, le anudan los pies, tiran de él; nota que se vuelve abismo; forma
parte de la espuma; las oleadas se lo lanzan, de una a otra; bebe amargura; el
océano se obstina en ahogarlo; la enormidad juega con su agonía. Es como si
toda esa agua fuera odio.
Me atrevería a asegurar que nadie
que sirviera a bordo de algún buque, alguna vez no tuvo una pesadilla similar. Víctor
Hugo, me sigue impresionando como antaño.
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