Las Meninas y
la estatura del poder
Diego Velázquez la pintó con
una dignidad que no le correspondía según los códigos de su tiempo. La colocó a
la misma altura visual de la realeza, no por error ni descuido, sino por una
osadía consciente. Aquella mujer formaba parte del séquito de la infanta y era
enana. Nunca se veía completa en un espejo; su cuerpo no alcanzaba la imagen
entera. Y, sin embargo, allí estaba: erguida, frontal, con un gesto que oscila
entre la valentía, la melancolía y una nobleza inesperada.
Se llamaba María Bárbara
Asquín, aunque en la corte todos la conocían como Maribarbola. Nacida en 1651 y
fallecida antes de cruzar los cincuenta años, fue una figura respetada dentro
del palacio. La infanta la apreciaba; era su compañía constante. Velázquez no
la caricaturiza ni la reduce: la dignifica. Ese gesto convierte a Las Meninas
en algo más que un retrato cortesano; es una reflexión sobre la estatura real
del poder.
En una novela de Arturo
Pérez-Reverte —el título es irrelevante cuando se habla de arquetipos— aparece
un personaje pendenciero, burlón, violento solo cuando tiene ventaja. De daga
escondida y valentía prestada, se engrandece en la taberna cuando se siente
respaldado. Lo llaman Deodato: “Diosdado”. El nombre, como el comportamiento,
no es casual. Hay figuras que, aun rodeadas de poder, jamás alcanzan dignidad.
No por su origen ni por su estatura física, sino por su incapacidad de
comprender la forma, el ritual y el silencio que exige lo verdaderamente
grande.
Por eso los actos solemnes les
resultan insoportables. Confunden la risa grosera con autoridad y la burla con
carácter. Cuando un evento de alcance universal —una ceremonia, un acto que
pertenece a la memoria del mundo— se convierte en objeto de mofa, no es el
evento el que se empequeñece, sino quien no logra entenderlo.
Las sociedades también tienen
estatura. Se reconoce en su humor, en sus referentes y en la manera como hablan
quienes mandan y cómo imitan quienes siguen. No es un líder aislado quien eleva
a un país, sino el entorno completo: el lenguaje, los gestos, las formas. El
poder educa o deforma.
Hoy millones de venezolanos
viven fuera de su país. Aprenden otros idiomas, otras normas, otras maneras de
estar en el mundo. Esa experiencia no puede ser estéril. Debe servir para
entender que la modernidad no se improvisa y que el progreso no se declama. Las
naciones se levantan imitando lo que funciona, no aferrándose a fórmulas
fracasadas ni a nostalgias improductivas.
Un país serio se construye con
economía fuerte, competencia, meritocracia e igualdad de oportunidades, no con
igualaciones forzadas ni dependencias perpetuas. Mirar al norte no es sumisión;
es pragmatismo. Persistir en el atraso sí es una elección.
Velázquez lo entendió hace
siglos: no es la estatura lo que define la grandeza, sino la forma en que se
ocupa el espacio. Las Meninas no retrata solo un instante cortesano; revela una
verdad vigente: hay quienes, aun siendo pequeños, pueden ser elevados por la
dignidad, y quienes, aun rodeados de poder, jamás dejan de ser enanos.
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