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Tuesday, December 16, 2025

LAS MENINAS Y LA ESTATURA DEL PODER

 

Las Meninas y la estatura del poder

Diego Velázquez la pintó con una dignidad que no le correspondía según los códigos de su tiempo. La colocó a la misma altura visual de la realeza, no por error ni descuido, sino por una osadía consciente. Aquella mujer formaba parte del séquito de la infanta y era enana. Nunca se veía completa en un espejo; su cuerpo no alcanzaba la imagen entera. Y, sin embargo, allí estaba: erguida, frontal, con un gesto que oscila entre la valentía, la melancolía y una nobleza inesperada.



Se llamaba María Bárbara Asquín, aunque en la corte todos la conocían como Maribarbola. Nacida en 1651 y fallecida antes de cruzar los cincuenta años, fue una figura respetada dentro del palacio. La infanta la apreciaba; era su compañía constante. Velázquez no la caricaturiza ni la reduce: la dignifica. Ese gesto convierte a Las Meninas en algo más que un retrato cortesano; es una reflexión sobre la estatura real del poder.

En una novela de Arturo Pérez-Reverte —el título es irrelevante cuando se habla de arquetipos— aparece un personaje pendenciero, burlón, violento solo cuando tiene ventaja. De daga escondida y valentía prestada, se engrandece en la taberna cuando se siente respaldado. Lo llaman Deodato: “Diosdado”. El nombre, como el comportamiento, no es casual. Hay figuras que, aun rodeadas de poder, jamás alcanzan dignidad. No por su origen ni por su estatura física, sino por su incapacidad de comprender la forma, el ritual y el silencio que exige lo verdaderamente grande.





Por eso los actos solemnes les resultan insoportables. Confunden la risa grosera con autoridad y la burla con carácter. Cuando un evento de alcance universal —una ceremonia, un acto que pertenece a la memoria del mundo— se convierte en objeto de mofa, no es el evento el que se empequeñece, sino quien no logra entenderlo.

Las sociedades también tienen estatura. Se reconoce en su humor, en sus referentes y en la manera como hablan quienes mandan y cómo imitan quienes siguen. No es un líder aislado quien eleva a un país, sino el entorno completo: el lenguaje, los gestos, las formas. El poder educa o deforma.

Hoy millones de venezolanos viven fuera de su país. Aprenden otros idiomas, otras normas, otras maneras de estar en el mundo. Esa experiencia no puede ser estéril. Debe servir para entender que la modernidad no se improvisa y que el progreso no se declama. Las naciones se levantan imitando lo que funciona, no aferrándose a fórmulas fracasadas ni a nostalgias improductivas.

Un país serio se construye con economía fuerte, competencia, meritocracia e igualdad de oportunidades, no con igualaciones forzadas ni dependencias perpetuas. Mirar al norte no es sumisión; es pragmatismo. Persistir en el atraso sí es una elección.

Velázquez lo entendió hace siglos: no es la estatura lo que define la grandeza, sino la forma en que se ocupa el espacio. Las Meninas no retrata solo un instante cortesano; revela una verdad vigente: hay quienes, aun siendo pequeños, pueden ser elevados por la dignidad, y quienes, aun rodeados de poder, jamás dejan de ser enanos.




 

 

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