LOS HIJOS DE LAS MAREAS
Y con
frecuencia me voy a la playa a caminar y a buscar el orden y el silencio que
necesito y que usted también necesita. Es allí, normalmente en fin de semana,
que recargo las baterías para la siguiente, llego todavía con la oscuridad y al
comenzar a pasar el inmenso puente de Key Biscayne, a mi espalda siento la
salida difuminada del sol. Al llegar al final del puente, ya nos encontramos en
esa hora violeta de la cual he escrito y al devolverme, listo, allí está,
majestuoso, imponente, desafiante.
Cuando comienzo a bajar, a mi babor se observan los mástiles de algunos hijos de las mareas, pero están muy lejos para detallarlos, mientras a mi estribor, podemos ver a algunos pocos un tanto escorados si su madre quilla ha tocado las arenas, por la baja mar y sigo caminando hasta mis diez mil pasos, lo que me da tiempo suficiente, a veces, para ver la pleamar y sentir el escandaloso jolgorio de los veleros contentos que apuntan su perilla al infinito cielo.
Ayer Doris me lo dijo con cierto desafío:
-¿Y qué estás esperando para comprarte uno?
- -¿Un qué? -contesté.
- -Un velero, tienes años dándole vueltas, te observo cómo los miras con amor, te encanta navegar a vela.
Estimados lectores, bien saben que nunca jamás le
pongo techo a mis sueños, pero sabiendo de la rudeza de la mar y sabiendo que
ni siquiera me gusta lavar personalmente mi propio vehículo ¿creen que voy a
hacerlo con un velero?, además también saben que cuando se tiene un barco,
cualquiera que este sea, se le toma un cariño especial, se le debe cuidar con
denuedo y se le debe regalar algo que no nos sobra, el tiempo, de forma que la
respuesta es un contundente no, porque ya estamos en época de huracanes y agregaría
a mi vida otra preocupación, otra cosa de la cual encargarme, fuera de mi afición
por escribir, hacer negocios y vivir con cierta calidad.
-No y más no Doris, por qué nos vamos a acampar, -le dije.
-¿Y para donde nos vamos de camping?
-Nos
vamos al Hilton de Marco Island si es que allí hay alguno, sino buscaremos otro
sitio. Agua caliente, arena hasta cuando yo quiera y buena comida de campamento
italiano en Il Davinci, un restaurant de lujo en Collier Boulevard.
Todos
somos hijos de las mareas, debemos fluir con ellas, sin perder de vista
nuestros objetivos y un velero o cualquier otra afición tan demandante como esa,
haría que fuera muy feliz y también muy infeliz, si, como las mareas que suben
y bajan, yo prefiero controlar esa suerte de ritmo, haciendo cosas que solo me
diviertan y nada más.
Ya
cumplimos en estos días de julio por venir, cuarenta años de graduados en la
Escuela Naval y fueron muchos años a bordo, para seguir jugando al capitán,
ahora con un velero que no quiero limpiar, atender ni mimar, ya estoy para que
esta jugada de la vida, sea todo lo contrario.
Felicidades
a mis colegas.
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